Aquella fue una noche inolvidable. Jamás había vivido una situación tan intensa, tanto, que su magnitud desbordó los límites que mi espíritu puede soportar. Tal es mi tormento y desesperación ahora, que, además, aquí entre los altos muros y las mallas metálicas no encuentro sentido a nada.
Estaba acostumbrado a una vida tranquila y relajada, sin sobresaltos. No, al menos, ninguno más allá de un pequeño corte mientras se está cocinando. Uhm, ni mi propio humor, por poco original que sea, dibuja ahora la más mínima sonrisa en mi perfil.
Aquella, sin embargo, fue una noche que quedó impresa en todas y cada una de las paredes de mi memoria, tan claramente, que con facilidad podría ahora rememorar cada instante de ésta.
El esposo llegó a casa más tarde de lo que acostumbraba. No había avisado de su retraso y entraba por la puerta como si nada fuera diferente, a excepción de un rostro, si acaso, algo más agotado de lo habitual. Su mujer, que lo había estado esperando enfrascada en sus tareas, no había detenido la frenética imaginación maliciosa desde que el minutero pasara las nueve y media. Tan pronto como escuchó la puerta cerrarse, atacó con su inquisitivo cuestionario. Él sinceramente parecía estar acostumbrado a los tempranos juicios de su mujer e impermeable a su malograda inventiva.
Yo, desde la cocina, veía y escuchaba a la incómoda pareja, mientras recordaba tantas y tantas discusiones anteriores. Difícilmente alcanzaba a recordar cuándo empezó todo aquello. Quizá incluso fuera previo a mi llegada a ese hogar...
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